viernes, 30 de diciembre de 2011

El amor es signo de salud espiritual

Desde la concepción, Dios nos hizo a su imagen y semejanza (Gn 1.26). Como Dios es perfecto, estamos capacitados para ser perfectos igual que él, pero todos de alguna manera somos heridos en el amor, a través de las carencias, desprecios y distintas clases de rechazos.

La mayoría de las consecuencias pasan desapercibidas, porque se registran en forma inconsciente y nos afectan espiritualmente en distintas áreas de la personalidad, quitándonos libertad, por consiguiente estatura espiritual.

Esta falta de libertad del corazón limita la capacidad de recibir y dar amor. Por este motivo Dios es el más interesado en sanar estas heridas del corazón, para darnos la libertad de poder recibir su amor y con ese mismo amor, poder amar a los demás.

Las carencias afectivas que tuvimos de niños, generaron heridas emocionales que nos impiden amarnos con el amor necesario para tener seguridad emocional – afectiva, y que además nos permita tenerlo incorporado como un referente para poder vivenciarlo.

Como necesitamos esta seguridad y no contamos con el suficiente amor de nuestros padres, instintivamente lo buscamos en nuestro interior, en lo que llamamos amor propio.

El amor propio es una aparente seguridad, que en este caso, en forma «provisoria» nos permite seguir adelante al igual que un automóvil ante una pinchadura, con una vieja rueda de auxilio. No debemos apoyarnos indefinidamente en el, al igual que en la «supuesta seguridad» de esta rueda de auxilio.

Al sobredimensionar la «supuesta» seguridad que nos dan: dinero, poder, vanidad, etc., estas se transforman, en dioses.

La falta de amor produce inseguridad y por más que esta se trate de ocultar, siempre se pone de manifiesto, e inconscientemente es percibido por los demás. Sus manifestaciones son muy variadas, desde los complejos, timidez, introversión, bastones o muletillas al hablar, frases repetidas, hasta los gestos que hacemos con todo el cuerpo.

Otra de sus manifestaciones es la falta de orden personal con respecto a la propia vida y la falta de responsabilidad. Si no se es responsable ante si mismo. ¿cómo podría llegar a serlo ante los demás? No existe el concepto de responsabilidad, al no existir la autoestima en el que se sustenta.

También se manifiesta en la falta de valoración de toda la realidad existencial, como por ejemplo: vida, salud, bienes, etc. Esto sucede porque el valor de «todas» las cosas están basadas en el principio ético-moral que deviene del amor y en función de amar. Nada tiene valor en si mismo, sino en función de un fin: Todo es puro para los puros. En cambio, para los que están contaminados y para los incrédulos, nada es puro.  Tit 1.15

La inseguridad de este tipo de personas, las lleva a buscar su «aparente» seguridad en la planificación, organización, racionalización extrema, hábitos metódicos, etc., que en sí mismos no son objetables, sino por la carga emocional que los rodea, que los hace estructurarse interiormente. De esta manera, lo que una vez lo salvó de una emergencia (rueda de auxilio), ahora se transforma en una dependencia que los esclaviza.

El otro extremo es el amor egocéntrico, en el cual la persona se pone como centro de toda su realidad existencial, desplazando a Dios, para ponerse el mismo en su lugar.

Si no hemos recibido amor, o lo que hemos recibido no alcanza siquiera para recordar que alguna vez fuimos amados. Si lo que recibimos fue mezquino, condicionado, comprado, etc., ¿cómo podemos dar lo que no tenemos?

Jesús, al iniciar su vida pública, la hace anunciando la llegada del Reino de Dios, mediante el Mensaje de Salvación. Esta llegada del Reino debe hacerse primero en el corazón de toda persona que lo acepte por medio de la fe.

Para concretarlo; Jesús fue como acostumbraba a hacerlo los días sábado, a la sinagoga de la ciudad donde se había criado y con la lectura de un pasaje del profeta Isaías, inauguró su misión, proclamando: El Espíritu del Señor me envió a anunciar la liberación a los cautivos.  Lc 4.18

Por liberación de los cautivos, debemos interpretar, la autonomía del corazón que le permita prescindir de la esclavitud demoníaca-idolátrica.

Lo primero que Dios necesita de nuestra parte, es que tengamos el deseo de amar, o al menos que no opongamos resistencia a su amor. Por este deseo, a través de la libertad ejercitamos la voluntad, por la cual el Señor toma como un hecho consumado, que le concede autoridad para derramar su gracia.

Jesús, al decir: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Mt 22.39), ¿cómo puede pedir que ame a alguien que no conoce el amor, o lo que conoce no alcanza para poder amarse a sí mismo? Esto parece una contradicción o un imposible.

Dios que es amor (Jn 4.8) nos llevó de su amor que habita en nosotros, y desea que lo despertemos, para sentirnos amados por él, amarnos a nosotros mismos, y hacernos transmisores de ese amor. Este amor que sale de él es sanador y adquiere nombre propio: Jesús, que significa: Dios sana – Dios salva. Nos capacita para amar con un amor divino que se hace carne en cada uno de nosotros, sus hijos.

El amor según el proyecto de Dios  y filio, es tenerlo a él en nuestro corazón, de tal manera que se reproduce si mismo en cada uno de nosotros, sin dejar de tener nuestra propia identidad personal, fundiendo las dos en una. De esta manera, las palabras de Pablo, adquieren vida en nuestra carne: Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí.  Gal. 2.20

El amor que Dios desea en nosotros, que Jesús vino a enseñarnos, y por medio del Espíritu Santo a capacitarnos, consiste en introducirnos emocional y afectivamente en el corazón de los demás, para compartir lo que ellos sienten. Y, al compartir sus sentimientos, estamos en comunión de espíritus.

Aunque este sea un sincero deseo del corazón, está dificultado por la natural tendencia al orgullo y egoísmo, y para lograrlo hace falta la ayuda de Dios mediante la gracia.

Dios quiere que tengamos un corazón misericordioso semejante al suyo, para poder ayudar en todas las necesidades materiales y espirituales, porque nos hace solícitos al dolor y sufrimiento de todos.

Como el hambre al estómago y la sed a la garganta, la misericordia es el ardiente deseo del corazón por amar en el corazón de Dios a los demás, prescindiendo de que no sea justo.

Misericordia es el amor por aquel que no se lo merece. Es un amor con indulgencia: todo lo disculpa. 1Co 13.7

En definitiva, la misericordia nos capacita para poder amar con la medida de Dios, ayudándonos a prepararnos para el «gran examen» que nos hará cuando seamos juzgados por nuestras propias conciencias ante «La verdad», para lo cual Jesús intercederá tratando de justificarnos por el amor que hayamos brindado.

Estamos llamados a crecer en el amor, para poder ser justificados por el amor, haciéndonos partícipes del gozo infinito de un amor eterno. Para esto fuimos creados, para amar eternamente y testimoniar ese amor.

La Palabra testimonia en nosotros que el amor es el signo de salud espiritual: El que ama tiene paciencia en todo y siempre es amable. Es servicial, no es envidioso, ni se cree más que nadie. No es orgulloso, grosero, ni egoísta. No se enoja por cualquier cosa. Perdona el mal recibido. No se alegra de la injusticia, sino con la verdad. El que ama puede justificar todo, esperar todo, soportar todo.  1 Co 13.4-7

La medida de «todo» la da el amor. Si tenemos amor, tenemos  la anchura, la longitud, la altura y la profundidad (Ef 3.18) del amor de Dios sobre toda la creación y proporcionalmente la capacidad de poder percibirlo por nuestra limitada naturaleza humana.

Anchura: todo lo abarca y a todos
Longitud: todos los tiempos desde y hasta la eternidad.
Altitud: hasta la dimensión más alta, los cielos mayores.
Profundidad: hasta nuestra historia más profunda y la más profunda de la humanidad.

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